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Ana pasaba el tiempo sin sentir al lado de Quintanar.
«Tenía ideas puras, nobles, elevadas y hasta poéticas».
No se teñía las canas, era sencillo, aunque en el lenguaje algo
declamador y altisonante. Este vicio lo debía a los muchos versos
de Lope y Calderón que sabía de memoria; le costaba trabajo no
hablar como Sancho Ortiz o don Gutierre Alfonso.
Pero a solas se decía Anita:
«-¿No es una temeridad casarse sin amor? ¿No decían que su
vocación religiosa era falsa, que ella no servía para esposa de
Jesús porque no le amaba bastante? Pues si tampoco amaba a don
Víctor, tampoco debía casarse con él».
Consultado Ripamilán, contestó:
153
Leopoldo Alas, «Clarín»
«-Que entre un magistrado, que no es Presidente de Sala
siquiera, y el Salvador del mundo, había mucha diferencia. ¿No
confesaba Anita que le agradaba don Víctor? Sí. Pues cada día le
encontraría más gracia. Mientras que en el convento, la que
empieza sin amor acaba desesperada».
Don Cayetano, que sabía ponerse serio, llegado el caso,
procuró convencer a su amiguita de que su piedad, si era
suficiente para una mujer honrada en el mundo, no bastaba para
los sacrificios del claustro.
«Todo aquello de haber llorado de amor leyendo a San Agustín
y a San Juan de la Cruz no valía nada; había sido cosa de la edad
crítica que atravesaba entonces. En cuanto a Chateaubriand, no
había que hacer caso de él. Todo eso de hacerse monja sin
vocación, estaba bien para el teatro; pero en el mundo no había
Manriques ni Tenorios que escalasen conventos, a Dios gracias.
La verdadera piedad consistía en hacer feliz a tan cumplido y
enamorado caballero como el señor Quintanar, su paisano y
amigo».
Ana renunció poco a poco a la idea de ser monja. Su
conciencia le gritaba que no era aquél el sacrificio que ella podía
hacer. El claustro era probablemente lo mismo que Vetusta; no era
con Jesús con quien iba a vivir, sino con hermanas más parecidas
de fijo a sus tías que a San Agustín y a Santa Teresa. Algo se supo
en el círculo de la nobleza de las «veleidades místicas» de Anita,
y las que la habían llamado Jorge Sandio no se mordieron la
lengua y criticaron con mayor crueldad el nuevo antojo.
Se confesaba que era virtuosa, en cuanto no se le conocía
ningún trapicheo; pero esto era poco para creerse con vocación de
santa.
«¿Por ventura las demás eran unas tales?»
154
La Regenta
-Es guapa, pero orgullosa -decía la baronesa tronada, que tenía
a su marido y a su hijo enamorados en vano de la sobrinita.
No fue Ana quien apresuró su resolución, como esperaba
Frígilis; fueron las tías que descubrieron un novio para la niña. El
nuevo pretendiente era el americano deseado y temido, don Frutos
Redondo, procedente de Matanzas con cargamento de millones.
Venía dispuesto a edificar el mejor chalet de Vetusta, a tener los
mejores coches de Vetusta, a ser diputado por Vetusta y a casarse
con la mujer más guapa de Vetusta. Vio a Anita, le dijeron que
aquélla era la hermosura del pueblo y se sintió herido de punta de
amor. Se le advirtió que no le bastaban sus onzas para conquistar
aquella plaza. Entonces se enamoró mucho más. Se hizo presentar
en casa de las Ozores y pidió a doña Anuncia la mano de la
sobrina.
Después doña Anuncia se encerró en el comedor con doña
Águeda, y terminada la conferencia compareció Anita. Doña
Anuncia se puso en pie al lado de la chimenea pseudofeudal: dejó
caer sobre la alfombra La Etelvina, novela que había encantado su
juventud, y exclamó:
-Señorita..., hija mía; ha llegado un momento que puede ser
decisivo en tu existencia. (Era el estilo de La Etelvina). Tu tía y
yo hemos hecho por ti todo género de sacrificios; ni nuestra
miseria, a duras penas disimulada delante del mundo, nos ha
impedido rodearte de todas las comodidades apetecibles. La
caridad es inagotable, pero no lo son nuestros recursos. Nosotras
no te hemos recordado jamás lo que nos debes (se lo recordaban
al comer y al cenar todos los días), nosotras hemos perdonado tu
origen, es decir, el de tu desgraciada madre, todo, todo ha sido
aquí olvidado. Pues bien, todo esto lo pagarías tú con la más
negra ingratitud, con la ingratitud más criminal, si a la
155
Leopoldo Alas, «Clarín»
proposición que vamos a hacerte contestaras con una negativa...
incalificable.
-Incalificable -repitió doña Águeda-. Pero creo inútil todo este
sermón -añadió- porque la niña saltará de alegría en cuanto sepa
de lo que se trata.
-Eso quiero; saber en qué puedo yo servir a ustedes a quien
tanto debo.
-Todo.
-Sí, todo, querida tía.
-Como supongo -prosiguió doña Anuncia- que ya no te
acordarás siquiera de aquella locura del monjío...
-No, señora...
-En ese caso -interrumpió doña Águeda- como no querrás
quedarte sola en el mundo el día que nosotras faltemos... [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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Ana pasaba el tiempo sin sentir al lado de Quintanar.
«Tenía ideas puras, nobles, elevadas y hasta poéticas».
No se teñía las canas, era sencillo, aunque en el lenguaje algo
declamador y altisonante. Este vicio lo debía a los muchos versos
de Lope y Calderón que sabía de memoria; le costaba trabajo no
hablar como Sancho Ortiz o don Gutierre Alfonso.
Pero a solas se decía Anita:
«-¿No es una temeridad casarse sin amor? ¿No decían que su
vocación religiosa era falsa, que ella no servía para esposa de
Jesús porque no le amaba bastante? Pues si tampoco amaba a don
Víctor, tampoco debía casarse con él».
Consultado Ripamilán, contestó:
153
Leopoldo Alas, «Clarín»
«-Que entre un magistrado, que no es Presidente de Sala
siquiera, y el Salvador del mundo, había mucha diferencia. ¿No
confesaba Anita que le agradaba don Víctor? Sí. Pues cada día le
encontraría más gracia. Mientras que en el convento, la que
empieza sin amor acaba desesperada».
Don Cayetano, que sabía ponerse serio, llegado el caso,
procuró convencer a su amiguita de que su piedad, si era
suficiente para una mujer honrada en el mundo, no bastaba para
los sacrificios del claustro.
«Todo aquello de haber llorado de amor leyendo a San Agustín
y a San Juan de la Cruz no valía nada; había sido cosa de la edad
crítica que atravesaba entonces. En cuanto a Chateaubriand, no
había que hacer caso de él. Todo eso de hacerse monja sin
vocación, estaba bien para el teatro; pero en el mundo no había
Manriques ni Tenorios que escalasen conventos, a Dios gracias.
La verdadera piedad consistía en hacer feliz a tan cumplido y
enamorado caballero como el señor Quintanar, su paisano y
amigo».
Ana renunció poco a poco a la idea de ser monja. Su
conciencia le gritaba que no era aquél el sacrificio que ella podía
hacer. El claustro era probablemente lo mismo que Vetusta; no era
con Jesús con quien iba a vivir, sino con hermanas más parecidas
de fijo a sus tías que a San Agustín y a Santa Teresa. Algo se supo
en el círculo de la nobleza de las «veleidades místicas» de Anita,
y las que la habían llamado Jorge Sandio no se mordieron la
lengua y criticaron con mayor crueldad el nuevo antojo.
Se confesaba que era virtuosa, en cuanto no se le conocía
ningún trapicheo; pero esto era poco para creerse con vocación de
santa.
«¿Por ventura las demás eran unas tales?»
154
La Regenta
-Es guapa, pero orgullosa -decía la baronesa tronada, que tenía
a su marido y a su hijo enamorados en vano de la sobrinita.
No fue Ana quien apresuró su resolución, como esperaba
Frígilis; fueron las tías que descubrieron un novio para la niña. El
nuevo pretendiente era el americano deseado y temido, don Frutos
Redondo, procedente de Matanzas con cargamento de millones.
Venía dispuesto a edificar el mejor chalet de Vetusta, a tener los
mejores coches de Vetusta, a ser diputado por Vetusta y a casarse
con la mujer más guapa de Vetusta. Vio a Anita, le dijeron que
aquélla era la hermosura del pueblo y se sintió herido de punta de
amor. Se le advirtió que no le bastaban sus onzas para conquistar
aquella plaza. Entonces se enamoró mucho más. Se hizo presentar
en casa de las Ozores y pidió a doña Anuncia la mano de la
sobrina.
Después doña Anuncia se encerró en el comedor con doña
Águeda, y terminada la conferencia compareció Anita. Doña
Anuncia se puso en pie al lado de la chimenea pseudofeudal: dejó
caer sobre la alfombra La Etelvina, novela que había encantado su
juventud, y exclamó:
-Señorita..., hija mía; ha llegado un momento que puede ser
decisivo en tu existencia. (Era el estilo de La Etelvina). Tu tía y
yo hemos hecho por ti todo género de sacrificios; ni nuestra
miseria, a duras penas disimulada delante del mundo, nos ha
impedido rodearte de todas las comodidades apetecibles. La
caridad es inagotable, pero no lo son nuestros recursos. Nosotras
no te hemos recordado jamás lo que nos debes (se lo recordaban
al comer y al cenar todos los días), nosotras hemos perdonado tu
origen, es decir, el de tu desgraciada madre, todo, todo ha sido
aquí olvidado. Pues bien, todo esto lo pagarías tú con la más
negra ingratitud, con la ingratitud más criminal, si a la
155
Leopoldo Alas, «Clarín»
proposición que vamos a hacerte contestaras con una negativa...
incalificable.
-Incalificable -repitió doña Águeda-. Pero creo inútil todo este
sermón -añadió- porque la niña saltará de alegría en cuanto sepa
de lo que se trata.
-Eso quiero; saber en qué puedo yo servir a ustedes a quien
tanto debo.
-Todo.
-Sí, todo, querida tía.
-Como supongo -prosiguió doña Anuncia- que ya no te
acordarás siquiera de aquella locura del monjío...
-No, señora...
-En ese caso -interrumpió doña Águeda- como no querrás
quedarte sola en el mundo el día que nosotras faltemos... [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]