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nes. Largo tiempo después encontraban todavía
en los sitios que habían pisado, las pequeñas pipas
cortas de los zaporogos. Cuando se volvían ale-
gremente, dioles caza un buque turco de diez ca-
ñones, y una descarga general de su artillería hizo
huir a sus ligeros buques como una bandada de
aves. Una tercera parte de ellos había perecido en
la profundidad del mar; los supervivientes pudie-
ron reunirse para ganar la embocadura del Dnie-
per, con doce barriles llenos de cequíes. Nada de
esto preocupaba ya a Taras Bulba. Íbase a los
campos, a las estepas, como para cazar; pero su
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arma permanecía inactiva; dejábala junto a él, lleno
de tristeza, y deteníase a la orilla del mar, permane-
ciendo largo tiempo sentado, con la cabeza baja, y
diciendo siempre:
-¡Eustaquio, Eustaquio mío!
Delante de él el mar Negro brillaba y se exten-
día como una inmensa sábana; en los lejanos jun-
cos oíase el grito de la gaviota, y sobre su
encanecido bigote caían las lágrimas una tras otra.
Taras no pudo dominarse por más tiempo.
-Suceda lo que Dios quiera -dijo- iré a saber lo
que ha sido de él. ¿Está vivo? ¿Ha bajado ya al se-
pulcro, o bien no está aún en él? Yo lo sabré, cues-
te lo que cueste; yo lo sabré.
Y ocho días después, hallábase ya en la ciudad
de Oumana, a caballo, la lanza en la mano; el sable
al lado, el saco de viaje colgado del pomo de la silla;
una orza de harina de avena, cartuchos, trabas pa-
ra el caballo, y otras municiones completaban su
equipaje. Dirigióse enseguida a una miserable y su-
cia casucha cuyas deslucidas ventanas apenas se
veían; el tubo de la chimenea estaba cerrado por
un tapón, y el techo, agujereado por todas partes,
estaba cubierto de gorriones; delante de la puerta
de entrada había un montón de basura. En la ven-
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tana estaba asomada una judía luciendo una gorra
adornada con perlas ennegrecidas.
-¿Está tu marido en casa? -dijo Bulba bajando
de su caballo, y atando las riendas en un anillo de
hierro clavado en la pared.
-Sí - dijo la judía, que se apresuró a salir con
una abundante ración de trigo para el caballo y una
jarra de cerveza para el jinete.
-¿En dónde está tu judío?
-Rezando, sus oraciones  murmuró la judía
saludando a Bulba, y deseándole buena salud en el
momento en que llevaba la jarra a sus labios.
-Quédate aquí, da de beber a mi caballo: yo iré
solo a hablarle. Tengo un asunto que tratar con él.
Este judío era el famoso Yankel, el cual se había
hecho arrendador y posadero, todo en una pieza.
Habiéndose apoderado poco a poco de los nego-
cios de todos los hidalguillos del contorno, había
insensiblemente chupado su dinero y hecho sentir
su presencia de judío en todo el país. A tres millas
a la redonda, no quedaba ya una sola casa que es-
tuviese en buen estado: todas se derrumbaban de
puro viejas; la comarca entera había quedado de-
sierta como después de una epidemia o de un in-
cendio general. Si Yankel hubiese vivido allí una
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docena de años más, es probable, que expulsara de
ella hasta a las autoridades. Taras entró en el apo-
sento.
Yankel oraba, con la cabeza cubierta con un
largo velo bastante sucio, y se había vuelto para
escupir por última vez, según el rito de su religión,
cuando notó la presencia de Bulba, que estaba en
pie detrás de él. El judío no vio de pronto sino los
dos mil ducados ofrecidos por la cabeza del cosa-
co; pero avergonzado de su avaricia, esforzóse por
aplacar su eterna sed de oro.
-Escucha, Yankel -dijo Taras al judío, que se
impuso el deber de saludarle y que se dirigió pru-
dentemente a cerrar la puerta, a fin de no ser visto
de nadie- te he salvado la vida: los cosacos te hu-
bieran despedazado como a un perro. A tu vez
préstame ahora un servicio.
El semblante del judío sombreóse ligeramente.
-¿Qué servicio? Si es alguna cosa que yo pueda
hacer, ¿por qué no?
-No digas nada. Condúceme a Varsovia.
-¿A Varsovia?... ¡Cómo! ¿A Varsovia? -dijo
Yankel; y alzó las cejas y los hombros en señal de
asombro.
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-No repliques. Condúceme a Varsovia. Suceda
lo que suceda, quiero verle todavía una vez más,
volver a hablarle.
-¿A quién?
-A él, a Eustaquio, a mi hijo.
-¿Es que su señoría no ha oído decir que ya...?
-Lo sé todo, todo; han ofrecido dos mil duca-
dos por mi cabeza. Los imbéciles, saben lo que
vale. Yo te daré cinco mil, yo. Toma ahora, estos
dos mil que te entrego, y lo restante te lo daré
cuando vuelva.
El judío tomó enseguida una toalla y envolvió
con ella los ducados.
-¡Ah! ¡Qué hermosa moneda! ¡Ah! ¡Qué buena
moneda! -exclamó, dando vueltas a un ducado en-
tre sus dedos y probándole con los dientes- pienso
que el hombre a quien su señoría ha quitado esos
hermosos ducados no habrá vivido una hora más
en este mundo, sino que se habrá ido derechito al
río para ahogarse en él, después de haber dejado
de poseer tan excelentes ducados.
-No te hubiera rogado que me acompañases, y
tal vez no equivocara el camino de Varsovia; pero
puedo ser reconocido y preso por esos malditos
polacos, pues no estoy acostumbrado a fingir. Pe-
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ro ustedes los judíos han sido creados para eso. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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